Hace unos
días mi mujer me encargó que comprara una leche hidratante. Como tenía que
realizar otras compras me dirigí a una gran superficie. Dado que (para mi
desgracia), tenía bastante tiempo libre, me entretuve en la sección de
parafarmacia, ante la gran cantidad de leches hidratantes que veía en los
estantes.
Un sonriente
vendedor se acercó y preguntó si podía ayudarme. En ese momento decidí hacerme
pasar por alguien sin conocimientos técnicos y solicitar al vendedor que me
aconsejará una leche hidratante.
Comenzó por
hacerme varias preguntas: ¿tiene algún síntoma? ¿Tirantez?, ¿picor?,
¿rojez?... ¿cómo se cuida habitualmente? Otras preguntas fueron: ¿qué
tipo de piel tiene?, ¿qué es lo que le gustaría mejorar en su piel?, ¿qué
texturas prefiere?...
Después de
la conversación, una vez escuchadas mis respuestas y conocidos mis síntomas,
mis necesidades, y mis preferencias. Puso en mis manos una leche y comentó: “potencia
una hidratación prolongada, lo que reducirá esa tirantez y falta de
flexibilidad que ha mencionado, además confiere suavidad y tersura a su piel
dándole un aspecto más saludable”.
Esa leche
coincidía bastante con lo que buscaba. Se habían reunido todas las condiciones
(salvo una) para que sin más adquiriese esa leche. Pero preferí dejarlo para
otro momento, fuera de la mirada del vendedor, solté el bote antes de llegar a
la caja y continúe con los encargos de mi esposa.
Sin embargo,
tras volver a casa decidí entrar en una farmacia, para comparar. Era una típica
farmacia de barrio, con vitrinas y un largo mostrador enfrente de la puerta.
Entré convencido de que las posibilidades de elección serían mucho más
reducidas, y que los precios quizá fuesen más altos. No obstante, sin apenas
darme cuenta, comencé a enumerar mentalmente las ventajas que podría
proporcionarme que me atendiera un farmacéutico, la proximidad a mi domicilio,
la personalización del contacto, los consejos de un experto con profundo
conocimiento del producto que podría aconsejarme lo más adecuado para cada
situación…
Así que
entré en la farmacia y solicité una leche hidratante. Mi interlocutor fue hacia
una vitrina, tomó una leche, la trajo al mostrador y dijo: “aporta un
complejo de lípidos esenciales nutritivos y reepitelizantes que fortalece y
repara la barrera lipídica de la piel”.
¿Entienden
por qué acabe comprando la leche hidratante en la gran superficie?
En un caso
el vendedor se interesó por mis deseos, mis preferencias y mis necesidades. Y a
continuación me mostró un producto que los satisfacía. En el otro, el vendedor
no hizo nada que me hiciera pensar que el artículo que me ofrecía fuera lo que
yo buscaba.
Lo peor es
que el farmacéutico comentaría: con los precios de las grandes superficies,
¿cómo quieres que venda parafarmacia? Los clientes no piensan más que en el
precio.
Mas se
equivoca. Muchos vendedores piensan que toda la diferencia está en el precio,
pues sus competidores ofrecen productos comparables al suyo.
Está claro
que muchos productos o servicios pueden resultar parecidos para el cliente.
Pero es precisamente el vendedor el que ha de aportar un valor añadido para
marcar la diferencia. Y un modo muy eficaz de conseguirlo es demostrar hasta
qué punto las preocupaciones y necesidades del cliente se tienen en cuenta, y
de qué modo el producto/servicio propuesto coincide plenamente con éstas.
Esto
requiere inevitablemente un diagnóstico previo a la presentación del producto.
El farmacéutico tendrá un profundo conocimiento del producto (indicaciones,
reacciones adversas, interacciones, contraindicaciones y precauciones…), para
recomendar el producto más adecuado para cada situación. Mas previamente tiene
que hacer preguntas, que permitan obtener información relevante para elegir
ofrecer un artículo u otro, y explicar por qué se recomienda ese producto y no
otro.
Se piensa
que el secreto para ser persuasivo es utilizar una oratoria asertiva y
convincente que demuestre seguridad. No obstante, la realidad es que existe
una herramienta mucho más potente para mover a las personas e incluso a sus
clientes o prospectos: LAS PREGUNTAS.
Imaginen un
diálogo ente dos personas. Si observan detenidamente, quizá no haya tanta
comunicación real. En demasiadas ocasiones, cada intervención de la otra parte
es simplemente un intervalo de tiempo en el que ordenar las palabras de nuestra
próxima intervención. Algo bastante improductivo ¿no creen?
Pero si se
realizan preguntas, nos obligamos a escuchar las respuestas. Sería bastante
ridículo interrumpir al otro en mitad de la respuesta a la pregunta que le
hemos hecho ¿no es así?
Por otro
lado, una persona que se siente escuchada con interés, eleva las expectativas y
la consideración que siente por la otra parte, y recibe mejor el feed-back,
y las injerencias o nuevas perspectivas para abordar sus problemas (no olviden
que pretendemos venderle una solución para su problema/necesidad).
Además,
cuando somos cuestionados sobre un asunto que nos concierne y nos incentivan a
buscar nuestras propias respuestas nos sentimos mucho más comprometidos con la
solución, que cuando ésta viene impuesta, o incluso sugerida, por otra persona.
Con las
preguntas correctas el receptor encuentra automáticamente las respuestas a sus
propios problemas. ¡Es la base del coaching!
El poder de
las preguntas ya era conocido por Sócrates en la Antigua Grecia, quién en busca
de la “verdad filosofal” ideó el método socrático, consistente en establecer un
diálogo efectuando preguntas alrededor de una idea central. Les pongo otro
ejemplo: ¿Qué método utilizan los abogados para convencer? Exacto hacen
preguntas.
Hacer buenas
preguntas es una de las mejores maneras de agregar valor a los clientes, y de
elevarse sobre los competidores, independientemente de la calidad del artículo
o de la solución que se ofrezca.
¿Y usted?,
¿vende con preguntas o con afirmaciones? ¿Ya se ha dado cuenta del poder de las
preguntas? ¿Está convencido de las ventajas de emplearlas? ¿Cree que le estoy
haciendo demasiadas preguntas? ¿Verdad?
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